La noche había sido dura, la nieve había incluso alcanzado
la falda de la montaña y la temperatura del exterior era bajísima, con suerte,
alcanzaba los cero grados centígrados. Los vientos helados que provenían de la
montaña atravesaban tu cuerpo haciendo estremecer todos y cada uno de los
huesos. Mi cabaña, aunque situada a las afueras del pueblo, estaba edificada
acorde con la arquitectura del resto del lugar, cimientos de piedra y
revestimiento de gruesa madera de pino, su localización era de aproximadamente
media hora a pie a la antigua villa señorial hoy convertida en Hotel, para el
cual yo trabajaba. La historia cuenta que el antiguo señor ordenó la
edificación de este sitio ya que su afición a la caza en ocasiones provocaba
que estuviese días sin volver a su lujosa villa, algunos escépticos dicen que
por las noches se escuchan los lamentos del señor por el valle, sinceramente
nunca he tenido la ocasión de escuchar nada y eso que ya llevaba casi dos años
habitando aquel lugar.
Aquel dichoso ruido estaba taladrando mi cabeza, llevaba
como cinco minutos sonando, pero el calor del interior de la cama me tenía
atrapado como cuando un inocente conejo pica en la trampa de un astuto cazador,
el calor que provocaba la piel de oso pardo que recubría mi lecho me impedía levantarme,
aún recuerdo como Doña Anita la dueña de la churrería me decía en repetidas
ocasiones “no vendas la piel del oso antes de cazarlo” y tengo que reconocer
que le hice caso, no la vendí y me la quede. No podía permitirme continuar
holgazaneando bajo el calor de las sabanas, hoy tenía que estar temprano en el
hotel, ya que debía guiar a unos adinerados huéspedes a recorrer el valle y
enseñarles el noble arte de la caza. Apagué el dichoso despertador y me levante
a regañadientes de la cama, tras acicalarme, como todas las mañanas me dirigí
al pueblo a desayunar, aún era de noche pero los rayos de luz iban iluminando
poco a poco todo el valle, el sol asomaba tímidamente por la cima de la gélida
montaña, los gallos con sus canticos anunciaban el amanecer de un nuevo día. Desde
la lejanía se podía escuchar gracias al sepulcral silencio del valle como poco
a poco el pueblo iba cobrando vida; los gritos desesperados de algunas madres apresurando
a sus hijos para no llegar tarde a la escuela, también se podía escuchar a la
panadera anunciando con enérgica alegría el pan recién horneado, la
inconfundible melodía del afilador, el armonioso cantico de los pájaros
proveniente del valle y los ladridos de mi fiel compañera Laky, un Husky Siberiano
de unos dos años de edad, aunque su comportamiento esta vez era extraño, se removía
más de lo normal y parecía nerviosa, -tendrá alguna necesidad pensé- así que decidí
soltarle la correa. Fue entonces cuando Laky salió corriendo a toda prisa en
dirección oeste, corrí tras ella unos diez minutos gritando su nombre, pero no
me hizo caso alguno, conseguí guiarme sin perder su rastro gracias al sonido producido por sus
ladridos, cuando de pronto el silencio volvió a gobernar en todo el valle; Laky
había dejado de ladrar y se escuchaban tímidos
llantos provenientes del animal, el corazón me dio un vuelco, no quería ni
imaginar la posibilidad de que alguna bestia salvaje hubiese podido hacerle daño,
mis temores fueron en aumento cuando al final de una pequeña pendiente en la que
no se podía observar que había detrás, la blanca y resplandeciente nieve se teñía
de rojo, me apresure a correr aun más deprisa y cuando por fin alcance el lugar, mi
sorpresa fue mayúscula, Laky se encontraba bien, pero andaba chupeteando el
cuerpo inerte de una mujer, concretamente el de Diana, una de las recepcionistas del
hotel para el cual yo también trabajaba.
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